sábado, 24 de julio de 2010

El marido rurar (II), de John Cheever

—Has estado llorando.
—Sí.
—Espero que no sea por nada que haya sucedido en nuestra casa.
—No, no. No ha sido nada que haya pasado en su casa. —Su voz rebosaba desolación—. No es ningún secreto; en el pueblo lo sabe todo el mundo. Mi padre es alcohólico, y acaba de llamarme por teléfono desde algún bar para decirme lo que opina de mí. Cree que soy una persona inmoral. Llamó un momento antes de que volviera la señora Weed.
—Lo siento.
—¡Dios mío! —La chica jadeó y empezó a llorar.
Luego se volvió hacia Francis, y él la cogió entre sus brazos y la dejó que llorara sobre su hombro. Ella siguió agitándose entre sus brazos y ese movimiento acentuó la vivencia de lo delicado de su carne y de sus huesos. La ropa que los dos llevaban le pareció casi inexistente, y cuando los estremecimientos de la muchacha empezaron a disminuir, el efecto fue tan semejante a un paroxismo amoroso que Francis perdió la cabeza y la estrechó violentamente contra sí. Ella se apartó.
—Vivo en Belleview Avenue —dijo—. Baje por Lansing Street hasta el puente del ferrocarril.
—De acuerdo. —Francis puso el coche en marcha.
—Tuerza a la izquierda en aquel semáforo... Ahora gire aquí a la derecha y siga todo recto hacia la vía del tren.
El camino que Francis utilizó lo sacó de su barrio, llevándolo al otro lado de la vía, y en dirección al río, a una calle donde vivían los que estaban sólo a un paso de la pobreza, en casas cuyos gabletes puntiagudos y adornos de tracería hechos en madera transmitían los más puros sentimientos de orgullo y de imaginación romántica, aunque las casas en sí mismas no podían ofrecer muchas comodidades ni espacio para la intimidad, porque eran todas extraordinariamente pequeñas. La calle se hallaba a oscuras, y Francis, conmovido por la gracia y la belleza de la angustiada muchacha, tuvo la impresión de haber alcanzado la parte más profunda de algún oculto recuerdo al entrar en ella. A lo lejos vio una luz encendida en un porche. Era la única, y la muchacha le dijo que allí vivía ella. Cuando Francis detuvo el coche, divisó, detrás del porche iluminado, un zaguán con muy poca luz y un perchero pasado de moda.
—Bien, ya hemos llegado —exclamó Francis, consciente de que un joven hubiese dicho algo distinto.
Ella no movió las manos que llevaba cruzadas encima de los libros, y se volvió para mirarlo. Había lágrimas de deseo carnal en los ojos de Francis. Con determinación, aunque sin tristeza, abrió la puerta de su lado y rodeó el coche para abrir la de Anne. Le cogió la mano libre, entrecruzando sus dedos con los de la muchacha, subió con ella dos escalones de cemento, y por un estrecho sendero atravesó un jardín donde dalias, caléndulas y rosas —flores que habían resistido las primeras heladas— aún florecían, embalsamando el aire de la noche con un olor agridulce. En los escalones de la casa, Anne retiró la mano, se volvió, y lo besó muy de prisa. Luego cruzó el porche y cerró la puerta. Primero se apagó la luz exterior, y luego la del vestíbulo. Un segundo después, se encendió otra luz en el piso de arriba, a un costado de la casa, iluminando un árbol que no había perdido aún las hojas. La chica tardó muy poco tiempo en desnudarse y acostarse, y en seguida la casa quedó a oscuras.
Julia se había dormido cuando su marido llegó a casa. Francis abrió una segunda ventana y se acostó para cerrar los ojos y olvidarse de aquella noche, pero tan pronto como los hubo cerrado —tan pronto como se durmió—, la muchacha irrumpió en su mente, moviéndose con absoluta libertad a través de sus puertas cerradas y llenando aposento tras aposento con su luz, con su perfume, con la música de su voz. Francis cruzaba el Atlántico con ella en el viejo Mauretania, y, después, vivían juntos en París. Cuando despertó de aquel sueño, se levantó y fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta. Al volver a la cama, buscó en su mente por todas partes algo que deseara hacer y que no perjudicara a nadie, y pensó en esquiar. Entre las nieblas de su mente ofuscada surgió la imagen de una montaña cubierta de nieve. El día estaba ya muy avanzado. Mirara donde mirase, sus ojos veían cosas amplias y alentadoras. Por encima de su hombro había un valle cubierto de nieve, que se alzaba hasta unas colinas boscosas donde los árboles oscurecían la blancura del conjunto como una cabellera poco poblada. El frío mataba todos los ruidos, con la excepción del fuerte repiqueteo metálico de la maquinaria del telesquí. La luz en las pistas era azul, y tomar las curvas resultaba más difícil que uno o dos minutos antes, resultaba más difícil valorar —ahora que toda la nieve tenía un color azul marino— la capa exterior, el hielo, los sitios al descubierto y las acumulaciones de nieve poco compacta. Francis se lanzó montaña abajo, adaptando su velocidad al relieve de una pendiente que se había formado durante el primer período glaciar, buscando con ardor algo de sencillez en los sentimientos y en las circunstancias. Luego cayó la noche, y bebió un martini con algún viejo amigo en una sucia taberna rural.
A la mañana siguiente, la montaña cubierta de nieve había desaparecido, y Francis conservaba con toda claridad los recuerdos de París y del Mauretania. La infección era grave. Se lavó el cuerpo, se afeitó las mejillas, se bebió el café, y perdió el tren de las siete y treinta y un minutos, que abandonaba la estación en el momento en que él llegaba con el coche, y la nostalgia que sintió hacia los vagones que se alejaban testarudamente de él lo hizo pensar en los caprichos del amor. Esperó el tren de las ocho y dos minutos en lo que se había convertido ya en un andén vacío. Era una mañana clara, que parecía arrojada como un resplandeciente puente de luz sobre su confusa situación. Francis se sentía lleno de ardor y de buen humor. La imagen de la muchacha le proporcionaba una relación con el mundo que era a la vez misteriosa y subyugante. Los coches empezaban a llenar el aparcamiento, y se fijó en que los procedentes de zonas altas, por encima de Shady Hill, tenían una capa blanca de escarcha. Aquel primer signo irrefutable del otoño lo emocionó. Un tren nocturno —un expreso procedente de Buffalo o de Albany— pasó por la estación, y Francis vio que el techo de los primeros vagones estaba cubierto con una capa de hielo. Maravillado ante la milagrosa realidad física de todas las cosas, sonrió a los pasajeros del coche restaurante, a los que veía comer huevos y limpiarse la boca con la servilleta mientras viajaban. Los compartimentos del coche cama, con sus sábanas sucias, se arrastraban por la transparente mañana como una hilera de ventanas de una casa para huéspedes. Luego vio una cosa extraordinaria: ante una de las ventanillas del coche cama se hallaba una mujer desnuda de excepcional belleza, peinándose los rubios cabellos. Aquella mujer atravesó Shady Hill como una aparición, peinándose y repeinándose el cabello, y Francis fue siguiéndola con los ojos hasta que se perdió de vista. Luego la anciana señora Wrightson se reunió con él en el andén y empezó a hablar.
—Bueno, imagino que le sorprenderá verme aquí por tercera vez consecutiva —dijo—, pero gracias a los visillos de mi casa me estoy convirtiendo en una habitual de los trenes de cercanías. Los visillos que compré el lunes los devolví el martes, y los del martes voy a devolverlos hoy. El lunes conseguí exactamente lo que quería, un tejido de lana con rosas y pájaros, pero cuando llegué a casa descubrí que no eran de la longitud adecuada. Bien, pues ayer los cambié, y cuando llegué a casa me encontré con que seguían siendo cortos. Ahora estoy rogando al cielo con toda mi alma que el decorador los tenga de la longitud exacta, porque usted ya conoce mi casa, ha visto las ventanas de mi cuarto de estar, y puede imaginarse el problema que suponen. No sé qué hacer con ellas.
—Yo sí sé qué hacer con ellas —dijo Francis.
—¿Qué?
—Pintarlas de negro por dentro, y callarse.
La señora Wrightson se quedó boquiabierta, y Francis la miró para asegurarse de que se daba cuenta de que estaba siendo grosero intencionadamente. La anciana giró en redondo y se alejó de él, tan herida emocionalmente que lo hizo cojeando. A Francis lo envolvió un sentimiento maravilloso, como si estuvieran agitando luz a su alrededor, y pensó de nuevo en Venus, peinándose una y otra vez el cabello mientras cruzaba el Bronx a la deriva. La toma de conciencia de los muchos años transcurridos desde la última vez que había disfrutado mostrándose deliberadamente descortés sirvió para calmarlo. Entre sus amigos y vecinos había personas brillantes y con talento —lo vio claramente—, pero también muchos de ellos eran gente aburrida y estúpida, y él había cometido la equivocación de escucharlos a todos con idéntica atención. Había confundido el amor cristiano con la falta de discernimiento, y le pareció que se trataba de una confusión muy generalizada y destructiva. Le estaba agradecido a la muchacha por aquella reconfortante sensación de independencia. Los pájaros cantaban: cardenales y el último petirrojo. El cielo brillaba como esmalte. Incluso el olor a tinta del periódico de la mañana intensificó sus ganas de vivir, y el mundo que se extendía a su alrededor era, sin lugar a dudas, un paraíso.
Si Francis hubiese creído en cierta jerarquía en el amor —en espíritus armados con arcos para cazar, en los caprichos de Venus y Eros—, o incluso en pociones, filtros, y cocimientos mágicos, en escápulas y cuartos menguantes, eso quizá explicara su impresionabilidad y su febril optimismo. Los amores otoñales de la mediana edad son muy conocidos, y se imaginó que se enfrentaba con uno de ellos pero no había el menor rastro de otoño en lo que sentía. Deseaba retozar en bosques verdeantes, satisfacer sus deseos, y beber de la misma copa.
Su secretaria, la señorita Rainey, llegó tarde aquella mañana —iba al psiquiatra tres veces por semana— y cuando apareció, Francis se preguntó qué le aconsejaría a él un psiquiatra. Pero la muchacha prometía devolver a su vida algo parecido al embrujo de la música. Sin embargo, su felicidad desapareció al darse cuenta de que aquella música podía llevarlo directamente a un proceso en el juzgado del distrito por violación de una menor. La fotografía de sus cuatro hijos sonriendo a la cámara en la playa de Gay Head se convirtió en un vivo reproche. En el membrete de su empresa había un dibujo del Laoconte, y la figura del sacerdote y de sus hijos entre los anillos de la serpiente le pareció que encerraba el más profundo de los significados.
Almorzó con Pinky Trabert. A nivel de conversación, las actitudes morales de sus amigos eran flexibles y nada mojigatas, pero Francis sabía que el castillo de naipes de la moralidad se derrumbaría sobre todos ellos —sin exceptuar a Julia y a los niños— si lo sorprendían aprovechándose de una canguro. Repasó la historia de Shady Hill durante los últimos tiempos en busca de un precedente, y descubrió que no había ninguno. No existía depravación; no se había producido un divorcio desde que él vivía allí; ni siquiera una sombra de escándalo. Las cosas parecían arreglarse incluso con más decoro que en el Reino de los Cielos. Después de despedirse de Pinky, Francis fue a una joyería y compró un brazalete para la chica. ¡Qué feliz lo hizo aquella clandestina adquisición, qué pomposos y risibles le parecieron los dependientes de la joyería, qué bien olían las mujeres que pasaban a su alrededor! En la Quinta Avenida, al cruzar junto a Atlas, con los hombros doblados bajo el peso del mundo, Francis pensó en la gran dificultad que iba a suponerle contener su realidad física dentro de los moldes por él elegidos.
No sabía cuándo vería de nuevo a la chica. Llevaba el brazalete en el bolsillo interior de la chaqueta cuando llegó a casa. Al abrir la puerta se la encontró en el vestíbulo. Estaba de espaldas, y se volvió al oír el ruido de la puerta al cerrarse. Su sonrisa era sincera y afectuosa. Su perfección le impresionó como la de un día muy hermoso: un día después de una tormenta. La abrazó y empezó a besarla en la boca, y ella se debatió, pero no tuvo que hacerlo por mucho tiempo, porque justo en aquel momento la pequeña Gertrude Flannery salió de algún sitio y dijo:
—Oh, señor Weed...
Gertrude era una vagabunda. Había nacido con el gusto por la exploración, y no era capaz de organizar su vida en torno al afecto de sus cariñosos padres. Las personas que no conocían a los Flannery, al ver el comportamiento de Gertrude, llegaban a la conclusión de que se trataba de una familia terriblemente dividida, donde la regla eran las peleas entre borrachos. Aquello no era cierto. El hecho de que la ropa de la pequeña Gertrude estuviera rota y fuera escasa suponía un triunfo personal suyo al anular los esfuerzos de su madre por vestirla pulcramente y llevarla bien abrigada. Parlanchina, flacucha y sucia, Gertrude iba de casa en casa por el barrio de Blenhollow, creando y rompiendo alianzas basadas en su apego a bebés, animales, niños de su edad, adolescentes, y en algunos casos, personas adultas. Al abrir por la mañana la puerta de la calle, podías encontrar a Gertrude sentada en el porche. Al ir al cuarto de baño a afeitarte, podías encontrar a Gertrude usando el retrete. Al mirar en la cuna de tu hijo, podías encontrarla vacía, y, al seguir mirando, descubrir que Gertrude se lo había llevado en el cochecito hasta el pueblo de al lado. Gertrude era servicial, omnipresente, sincera, hambrienta y leal. Nunca volvía a su casa por decisión propia. Cuando llegaba la hora de irse, se mostraba insensible a todas las insinuaciones. «Vete a casa, Gertrude», se oía decir en una casa u otra, noche tras noche. «Vete a casa, Gertrude. Ya es hora de que te vayas a casa, Gertrude.» «Será mejor que te vayas a casa a cenar, Gertrude.» «Te dije hace veinte minutos que te fueras a casa, Gertrude.» «Tu madre debe de estar preocupada por ti, Gertrude.» «Vetea casa, Gertrude, vete a casa.»
Hay veces en que las arrugas en torno al ojo humano parecen los rebordes desgastados de una piedra y en la que el ojo mismo pone de manifiesto un sentimiento animal tan primitivo que nos sentimos perdidos. La mirada que Francis dirigió a la niña fue desagradable y extraña, y Gertrude se asustó. Él se buscó en los bolsillos —le temblaban las manos— y sacó una moneda de veinticinco centavos.
—Vete a casa, Gertrude, vete a casa, y no se lo digas a nadie, Gertrude. No se lo... —Se atragantó, y entró corriendo en el cuarto de estar en el momento en que Julia lo llamaba desde el piso de arriba para que subiera a vestirse cuanto antes.
La idea de que más tarde, aquella misma noche, llevaría a Anne Murchison a su casa enlazó como un hilo dorado todos los incidentes de la fiesta a la que asistieron Francis y Julia, y él rió ruidosamente chistes aburridos, se secó una lágrima cuando Mabel Mercer le contó la muerte de su gatito, y se estiró, bostezó, suspiró y gruñó como cualquier otro hombre que está pensando en una cita. Llevaba el brazalete en el bolsillo. Mientras hablaba, tenía el olor de la hierba metido en la nariz, y se preguntaba dónde aparcaría el coche. En la antigua mansión de los Parker no vivía nadie, y el camino de grava se utilizaba para citas de amantes. Townsend Street era una calle sin salida, y podía aparcar allí, pasada la última casa. El viejo sendero que unía Elm Street con la orilla del río estaba invadido por la maleza, pero había ido a pasear por allí con sus hijos, y podría meter el coche entre los matorrales lo suficiente como para ocultarlo por completo.
Los Weed fueron los últimos en marcharse, y sus anfitriones les hablaron de su propia felicidad matrimonial mientras los cuatro se daban las buenas noches en el vestíbulo.
—Para mí no hay otra —dijo su anfitrión, estrechando a su mujer—. Es mi cielo azul. Después de dieciséis años, sigo mordiéndole en los hombros. Hace que me sienta como Aníbal cruzando los Alpes.
Los Weed se dirigieron a casa en silencio. Al llegar a la puerta principal, Francis se quedó frente al volante, con el motor encendido.
—Puedes meter el coche en el garaje —le dijo Julia mientras se apeaba—. Le dije a la chica de los Murchison que se marchara a las once. Alguien iba a venir a recogerla.
Cerró la portezuela y Francis se quedó inmóvil, a oscuras. Tendría que sufrir tanto, al parecer, como cualquier imbécil: una lascivia feroz, los celos, aquel resentimiento que le traía lágrimas a los ojos, el desprecio incluso, porque percibía con claridad la imagen que presentaba en aquel momento, con los brazos extendidos sobre el volante y la cabeza hundida entre ellos, enfermo de amor.


Francis había sido un explorador entusiasta de joven, y, recordando los preceptos de su adolescencia, salió pronto del despacho la tarde del día siguiente, y estuvo jugando a squash en un torneo de todos contra todos, pero, una vez tonificado el cuerpo por el ejercicio y una ducha, se dio cuenta de que quizá le hubiese dado mejores resultados quedarse trabajando. Cuando llegó a casa era ya de noche y hacía frío. El aire olía intensamente a cambio. Al entrar en el vestíbulo, advirtió una animación poco corriente. Sus hijos estaban endomingados, y cuando Julia bajó la escalera, llevaba puesto un vestido de color lavanda y su broche de brillantes en forma de sol. Su mujer le explicó el porqué de tanta animación: el señor Hubber estaba citado a las siete para hacerles la fotografía que iban a mandar aquel año en las felicitaciones de Navidad. Julia había sacado el traje azul de Francis y una corbata con algo de color, porque la fotografía no sería ya en blanco y negro. Julia estaba muy alegre ante la idea de hacerse una fotografía para la Navidad. Era el tipo de ritual que le gustaba.
Francis subió al piso de arriba a cambiarse de ropa. Estaba cansado después de un día de trabajo y cansado de desear, y sentarse en el borde de la cama sirvió para hacer aún más intensa su fatiga. Pensó en Anne Murchison, y lo dominó por completo la necesidad física de Julia. Fue al escritorio de su mujer, cogió una cuartilla y empezó a escribir: «Querida Arme: te quiero, te quiero...» Nadie vería la carta y no se contuvo en absoluto. Utilizó frases como «celestial felicidad» y «nido de amor». Se le llenó la boca de saliva, suspiró, y tembló. Cuando Julia lo llamó para que bajara, el abismo entre sus fantasías y el mundo práctico era tan profundo que sintió cómo le afectaba a los músculos del corazón.
Julia y los niños estaban en el zaguán, y el fotógrafo y su ayudante habían instalado dos grupos de focos para mostrar adecuadamente a la familia y la belleza arquitectónica de la entrada de su casa. Las personas que habían vuelto a Shady Hill en un tren tardío disminuyeron la velocidad de sus coches para ver cómo fotografiaban a los Weed para su felicitación de Navidad. Unos pocos saludaron con la mano y los llamaron por su nombre. Hizo falta media hora de sonreír y de humedecerse los labios para que el señor Hubber se declarara satisfecho. El calor de los focos confirió un olor de habitación mal ventilada al aire frío de la noche, y cuando los apagaron, su resplandor siguió presente en la retina de Francis.
Más tarde aquella noche, mientras Francis y Julia tomaban café en el cuarto de estar, llamaron a la puerta. Julia salió a abrir y volvió acompañada por Clayton Thomas, que había vuelto a pagar unas entradas para el teatro: la señora Weed se las había dado a su madre algún tiempo atrás, y Helen Thomas había insistido puntillosamente en pagar, aunque Julia le dijo que no lo hiciera. Julia invitó al muchacho a tomar una taza de café.
—No quiero café —dijo Clayton—, pero entraré un minuto.
Siguió a la señora Weed al cuarto de estar, dio las buenas noches a Francis, y se sentó desmañadamente en una silla.
El padre de Clayton había muerto en la guerra, y la orfandad rodeaba al muchacho como si fuera una realidad física. Puede que esto se notara de modo especial en Shady Hill porque los Thomas eran la única familia descabalada; todos los demás matrimonios seguían intactos y con capacidad productiva. Clayton estaba en su segundo o tercer año de universidad, y él y su madre vivían solos en una casa muy grande que la señora Thomas esperaba poder vender. Años atrás, el muchacho había robado algún dinero y se había escapado; llegó hasta California antes de que dieran con él. Era alto, no muy bien parecido, llevaba gafas con montura de concha, y hablaba con voz grave.
—¿Cuándo vuelves a la universidad, Clayton? —preguntó Francis.
—No voy a volver. Madre no tiene dinero suficiente, y carece de sentido seguir fingiendo. Voy a buscarme un empleo, y si vendemos la casa, alquilaremos un apartamento en Nueva York.
—¿No echarás de menos Shady Hill? —preguntó Julia.
—No —respondió Clayton—. No me gusta.
—¿Por qué no? —preguntó Francis.
—Bueno, hay muchas cosas que no apruebo —dijo Clayton con gran seriedad—. Cosas como los bailes en el club. El sábado por la noche, pasé por allí hacia el final y vi al señor Granner tratando de poner a la señora Minot en la vitrina de los trofeos. Los dos estaban borrachos. Me parece mal que se beba tanto.
—Era sábado por la noche —señaló Francis.
—Y todos los palomares son de mentira —continuó Clayton—. Y la forma que tiene la gente de llenarse la vida de actividades innecesarias. He pensado mucho acerca de ello, y lo que me parece realmente mal de Shady Hill es que no tiene ningún futuro.

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