lunes, 23 de abril de 2012

En el día del libro: Juan de Mairena, de Antonio Machado


 Aprovechando que además del día de Aragón es el día del libro, voy a recomendar un libro y sólo uno: Juan de Mairena, de Antonio Machado.

En otra época me hubiera costado horrores decidirme por un único título, pero desde hace un tiempo sólo me acuerdo y sólo me atrevo a  recomendar este libro. Para mí, el libro definitivo, una orgía perpetua de belleza, ingenio y sentido del humor a la que sinceramente no le hallo parangón. Una maravilla que además se puede abrir y leer y releer por cualquier página, por cualquier párrafo, sin que nunca deje por ello de asombrar.

Hagamos la prueba, abramos mi ejemplar y elijamos algunos párrafo al azar:

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«El señor De Mairena lleva siempre su reloj con veinticuatro horas justas de retraso. De este modo ha resuelto el difícil problema de vivir en el pasado y poder acudir con puntualidad, cuando le conviene, a toda cita. Sin embargo, como es un hombre un tanto desmemoriado, cuando oye sonar las doce en el silencio de la noche, consulta su reloj y exclama: ¡Qué casualidad! También las doce. Pero después añade sonriente: Claro es que las mías son las de ayer.» (De un artículo titulado Chirindrinas, El Mercantil Gaditano del 12 de mayo de 1895.)

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Las convicciones —decía Federico Nietzsche— son enemigos más peligrosos de la verdad que las mismas mentiras. He aquí una de las proposiciones más escépticas que conozco. Confieso mi simpatía hacia ella. Pero ¿adónde irá un hombre sin convicciones, incapaz de convencer a nadie? El mismo Nietzsche, después de esta confesión, se nos mostró terriblemente convencido de cosas muy temerarias y problemáticas: la voluntad de poder, el superhombre, el eterno retorno, etc., etc. Y son estas convicciones desesperadas, con que los escépticos pretenden compensar toda una vida de estéril rebusca de la verdad, las que más honda huella dejan en nosotros, si queréis, las más dañinas y que más confirman la tesis nietzschiana, como enemigas de esta misma verdad


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(Sobre la duda)


Claro es que la duda que yo os aconsejo no es la duda metódica a que aluden los filósofos, recordando a Descartes. Una duda metódica será siempre pura contradictio in adiecto, como un círculo cuadrado, un metal de madera, un guardia de asalto, etc. Porque el que tiene un método o cree tenerlo, tiene o cree tener un camino que conduce a alguna verdad, que es precisamente lo necesario para no dudar. Cuando leáis la obra de Descartes, el mayor padre de la filosofía moderna, veréis como es la duda lo que no aparece en ella por ninguna parte. Descartes es fe madura en la ciencia matemática, sin la cual  es casi seguro que no habría nunca filosofado. Y en verdad que nadie ha pensado en colocar a Descartes entre los escépticos. Pero yo no os aconsejo la duda a la manera de los filósofos, ni siquiera de los escépticos propiamente dichos, sino la duda poética, que es duda humana, de hombre solitario y descaminado, entre caminos. Entre caminos que no conducen a ninguna parte.

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No toméis demasiado en serio —¡cuántas veces os lo he de repetir!— nada de lo que os diga. Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones. Desconfiad de un profesor de Literatura que se declara —más o menos embozadamente— enemigo de la palabra escrita. ¿Y quéespecie de maestro Ciruela es éste —decid para vuestro capote-que nunca está seguro de lo que dice? Es muy posible —añadid— que este hombre no sepa nada de nada. Y si supiera algo, ¿nos lo enseñaría? 

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Escribir para el pueblo —decía mi maestro—, ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Por eso yo no he pasado de folclorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular. Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras, pensad que os estoy enseñando algo que creo haber aprendido del pueblo.

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Vale, no es filosofía propiamente dicha, pero ni falta que le hace. Lo diré claramente: no renunciaría a este libro ni por todos los tebeos de Alan Moore juntos. Y eso, viniendo de mí, no es decir poco.

Feliz día del libro, y a ver si os animáis con vuestras recomendaciones.

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