viernes, 10 de agosto de 2012

Música Clásica, 2ª Serie. (VI) Ravel



Fue mientras trabajaba en un ballet basado en un poema de Colette, L’Enfant et les sortilèges, cuando, buscando distanciarse un tanto de la relación no estrictamente profesional que, maliciamos, la autora de Gigi pretendía, Ravel compuso Tzigane, obra dedicada a una amiga suya, la violinista húngara Jelly d’Aranyi, a la sazón descendiente del genial Joseph Joachim. La pieza fue estrenada por la misma d’Aranyi acompañada por el pianista Henri Gil-Marcheix, en Londres, en abril de 1924. Poco después fue ejecutada en París en una versión para violín y lutheal, instrumento que no tuvo demasiado predicamento, de sonido parecido al clavicémbalo pero, al parecer, de mayor coloratura. Más tarde se registraron también versiones orquestales, arregladas por el propio Ravel. Algunos críticos han visto en esto cierto paralelismo con la Sonata Arpeggione de Schubert, en virtud de que ambas composiciones compartirían la intención de promocionar un instrumento que no llegaría a consolidarse (en este caso el arpeggione se sustituye habitualmente por el violonchelo), sin embargo, si reparamos en el origen que inspira la pieza y en los distintos avatares por los que hubo de transitar, la cosa no deja de parecernos más bien anecdótica.

He escogido esta pieza del no demasiado extenso repertorio de Ravel porque, a mi juicio, constituye una síntesis ajustada de su arte. La composición, en efecto, se encuentra en ese punto medio, de ribetes aristotélicos, que oscila entre la sofisticación especiosa del artificio más calculado y la natural espontaneidad del sentimiento genuino, reflejando en fiel paralelo el carácter mismo del compositor, que, ante las continuas críticas que su estilo despertaba, acendrádamente clásico y cimentado en la tradición pero al tiempo refrescantemente innovador y arriesgado, declaró ser artificial por naturaleza. 

La composición que escucharemos seguidamente es una verdadera pesadilla para los virtuosos del violín e incorpora todas las dificultades técnicas que puedan imaginarse; “pieza de exhibición”, la llamó el musicólogo Stuckenschmidt en su libro Maurice Ravel. Con reminiscencias de un Paganini y un Liszt contenidos, que se volvieran según se progresa sumamente violentos y desenfrenados, la composición bascula desde la íntima sensualidad hasta el exhibicionismo agresivo, con cabriolas sobre cabriolas que, en ocasiones, desbordan el marco gitano al que pretende servir de homenaje y nos transporta a una Terra Incognita en la que, por así decirlo, la salvaje espontaneidad del aliento primitivo es, a su vez, salvajemente transformada en una poderosa reflexión que no renuncia ni al menor ápice de su hybris. En palabras de Tranchefort, hay aquí “una fuerte impresión de improvisación, siendo así que no hay nada más elaborado”.

Escuchemos, pues, esta rapsodia en una interpretación formidable a manos de la violinista japonesa, afincada en Estados Unidos, Midori Gotô. De propina, la otra obra mencionada: Sonata para arpeggione y piano, en La Menor, D. 821 de Schubert, con Gendron en el violonchelo y Françaix al piano.

Espero que las disfrutéis.

Buenas noches, Dafnis y Cloe.



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